Jardín Costa Azul

Regresé a mi casa hasta bien entrada la mañana del día siguiente tras esperar la llamada del encargado de las llaves. Habíamos olvidado las llaves dentro del departamento. En el ínterin leímos el prólogo del libro de Arthur C. Clarke sentados en el sofá del pasillo y después platicamos de los sueños, más precisamente del significado de los sueños y de la posibilidad de sus cualidades premonitorias. Yo sé interpretarlos, me dijo, y me pidió que le contara uno.

Le conté el último sueño que recordaba a detalle: Amanecí en una cama grande con sábanas blancas en la habitación de un hotel frente a la playa. Supongo que me despertó el mar azotando las rocas, o quizás fueron los vendedores ambulantes trajinando chuchulucos por el malecón. No lo sé, le dije, nunca había despertado dentro de un sueño ni recordado sus inicios. El ruido entraba por la única ventana de la habitación, una ventana larga y ancha que daba paso a un pequeño balcón. Hubiera disfrutado de la vista si la habitación en sí no me provocara una claustrofobia sofocante. Quise salir enseguida. Noté que iba vestido con una camisa blanca y un pantalón de lino (ojo, me dijo, eso es importante), y al salir de la habitación caminé por un largo corredor hasta encontrar otro balcón frente a los elevadores desde el cual podía ver el vestíbulo del hotel. Recargado sobre la barandilla observé a los huéspedes (la mayoría norteamericanos y europeos) registrándose en la recepción o dejando sus habitaciones. Ahora que lo pienso, le dije, no recuerdo haber visto a nadie conversando, se trasladaban de un punto a otro suspendidos en un silencio frágil y sutil, tangible, como una telaraña que deslindaba su espacio y me mantenía en la periferia. Al otro lado del vestíbulo, pero en la segunda planta, había un pórtico frente a un restaurante con muchas ventanas pequeñas y circulares, lleno de personas, el lugar menos estéril del hotel. Por supuesto, me dirigí hacia allá. Al entrar lo primero que llamó mi atención fue la decoración. Era una mezcla entre marisquería bajacaliforniana y un Las Vegas de los cincuenta: las paredes eran de un color pastel muy tenue, había un alfombrado con diseños abstractos y sobre las mesas de mármol una vajilla de porcelana con bordes dorados. Las paredes estaban cubiertas de fotografías desvaídas, anclas, sogas, cañas de pescar y otros artefactos marítimos—incluso vi un pez espada montado en la pared tras la barra. Dentro del restaurante había muchos jóvenes de unos veintitantos años y me dio la impresión de haber irrumpido en la tertulia de algún club social, los jóvenes platicaban entre sí como si se conocieran de mucho tiempo y recuerdo haber visto varias maletas entre las mesas, me imaginé que desayunaban antes de emprender el viaje de regreso a casa. En el zaguán encontré un sillón y desde ahí me propuse observar mi entorno anónimamente. Al otro lado del restaurante vi a un tipo rubio y alto hablando con un grupo que se reía y aplaudía tras cada enunciado que pronunciaba, a pesar de la distancia podía escuchar su conversación, pero en ese momento el muchacho se dio cuenta de que lo observaba y me apuntó con un dedo como si me reconociera. Por ejemplo él, dijo a sus acompañantes, él siempre viene a este restaurante y lo veo aquí cada vez que venimos de vacaciones. Me dio risa su acusación y le dije que esa era la primera vez que yo pisaba ese lugar. Al decir esto me percaté de dos cosas: me encontraba de pie nuevamente y mi voz sonaba diferente, sonaba distante, como si saliera de la bocina de un radio al otro lado del salón. Mientras intentaba explicarle que yo no conocía ni el hotel ni el pueblo costero en el que estábamos, entró una llamada telefónica que inexplicablemente contestó el mismo muchacho. Fue por el teléfono a la cocina y sus amigos regresaron a su conversación y yo seguí viendo a los jóvenes con la sensación de que algo me faltaba o más bien de que no entendía algo. De repente una muchacha a mi izquierda me preguntó si era francés «porque hablaba como terapeuta». No entendí qué tenía que ver una cosa con la otra pero le contesté que no, y antes de poder pedirle que me explicara lo que había dicho, el muchacho regresó con el teléfono en mano anunciando que la llamada era para mí. Te busca el doctor Haulden, me dijo. Tomé el teléfono sintiendo que todos en el restaurante me veían. Por muy viajeros o turistas que fueran todos en ese hotel, el único extranjero allí era yo. Saludé al tal doctor Haulden y este me informó que me había retrasado ya más de quince minutos a mi cita, y que hablaba para cerciorarse de que estuviera bien, pero lo decía con una familiaridad desconcertante, como si me conociera desde siempre, y además entendí que me preguntaba si estaba bien físicamente, lo cual no sé por qué me resultó extraño, me atrevo a admitir que me sentí insultado, pero le dije que sí, que todo estaba bien. Quise decirle el nombre del hotel o la ciudad, pero me fue imposible identificar dónde me encontraba. El doctor me preguntó si quería posponer la cita, y al contestar afirmativamente desperté.

Después de concluir mi relato esperé su interpretación. No quiero decirte qué significa tu sueño, me dijo, pero hay varios elementos que valdría la pena repasar. Al cabo de un rato llegó el señor de las llaves y cuando abrieron el departamento me fui caminando a mi casa.

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