La fotógrafa

La vi frente al Arco de Washington Square, encuadrando el retrato de una muchacha, armonizando luz y sombra como solía hacerlo cuando éramos niños en su cargo de directora del anuario. La cámara cubría la mitad de su cara pero fue imposible no reconocerla. Mientras tomaba fotos y le decía a su modelo que hiciera esta o aquella pose, pensé en qué decir al saludarla, pero por un momento también consideré la posibilidad de irme sin decir nada, de dejar intacta la casualidad de habernos encontrado tantos años después al otro lado del país. Mi justificación era sencilla: el acto de irme sin palabras me instalaba tras la cámara y me hacía el Cartier-Bresson de mis desconocidos, me permitía capturar el recuerdo de la niña fotógrafa que siguió siéndolo, sin cabos sueltos, sin leyendas ni contradicciones (lo que es decir un recuerdo que se desprende de la realidad, porque la cámara y el fotógrafo no ven lo mismo). Pero me consta que hay momentos donde convergen la prudencia y el destino, así que me dirigí hacia ella y le pregunté, sabiendo ya la respuesta, si se llamaba como recordaba.

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