Artistas del Met (o de 2666)

Quiero pensar que fue un regalo de Navidad, aunque puede que haya sido un regalo del Día de los Reyes Magos, ya no lo recuerdo y quizá sea mejor ya no recordar esas cosas, pero hace alrededor de tres años me regaló 2666 y no lo empecé hasta hace unas semanas. Y siempre he tenido la sensación, aunque más bien sea una superstición o una convicción, de que los libros que leeré antes de morir los leeré cuando sea necesario y no cuando yo quiera. Esos libros llegan, por razones que desconozco y que sinceramente no me interesa entender ahora, de una manera u otra pero sin falta. El caso es que empecé a leer 2666 cuando fue necesario. En septiembre fui con una argentina al Museo Metropolitano de Arte. Durante nuestro recorrido por las galerías de arte europeo tomé dos fotos solamente: una de Flores en una base china de Odilon Redon y la otra de Boulevard Montmartre, mañana de invierno de Camille Pissarro. Y recuerdo que hablamos o discutimos a detalle un cuadro en específico: Edipo y la esfinge de Gustave Moreau.

La primera cita de 2666 que llamó mi atención por razones que no vienen al caso es la siguiente, donde B describe una conversación telefónica entre dos académicos de lengua alemana (uno francés y el otro español) que comparten dos intereses, el primero es por la obra literaria de Benno von Archimboldi y el segundo es por Elizabeth Norton, una profesora de literatura alemana que también es archimboldiana:

…en aquella conversación salieron a relucir temas que sólo tocaban de forma tangencial a Norton, temas que nada tenían que ver con los vaivenes de la sentimentalidad, temas en los que era fácil entrar y de los que se salía sin la menor dificultad para retomar el tema principal, Liz Norton, a quienes ambos reconocieron, ya casi al final de la segunda llamada, no como la erinia que había puesto fin a su amistad, mujer emplumada con las alas manchadas de sangre, ni como Hécate, que empezó cuidando a los niños como una au pair y terminó aprendiendo hechicería y transformándose en animal, sino como el ángel que había fortalecido esa amistad…

La segunda cita importante de 2666 que releí múltiples veces es producto de una pesadilla que tiene uno de los personajes, una serie de eventos que ocurren dentro del sueño a lo largo de una piscina que se extiende por kilómetros, una escena que B describe de esta manera:

¿Quién era la persona que vagaba por el fondo de la piscina? Morini todavía podía verla, una mancha diminuta que se aprestaba a escalar la roca convertida ahora en una montaña, y su visión, tan lejana, le anegaba los ojos en lágrimas y le producía una tristeza profunda e insalvable, como si estuviera viendo a su primer amor debatiéndose en un laberinto. O como si se viera a sí mismo, con unas piernas aún útiles, pero perdido en una escalada irremediablemente inútil. También, y no podía evitarlo, y era bueno que no lo evitara, pensaba que aquello se parecía a un cuadro de Gustave Moreau o a uno de Odilon Redon.

Después de aquel septiembre siguió un octubre que yo describiría como la mezcla perfecta de los tres artistas. Me imagino fácilmente a un Pissarro metropolitano que aplica su técnica no a Montmartre sino a un Manhattan actual donde llueve bajo nubes grises cada fin de semana. El color de esos días pudiera atribuírsele a las flores de Redon (aunque los girasoles de Monet sean quizá más adecuados) y ese mes concluye perentoriamente entre sombras y palabras que no logran registrarse, un ofuscamiento en ambos sentidos de la palabra, es decir como un cuadro de Moreau. Por supuesto, después de octubre no volví a ver a la argentina.

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