La estación

De pronto en la estación la frialdad de una pistola se instala en mi espalda como se instala la luna en las mareas. No la veo venir. Una precaria tranquilidad bordea la fisura entre los tiempos verbales —es muy temprano para regalar palabras y muy tarde para ahorrarse gestos. Primero la disonancia de la confusión a una breve nota, después el signo universal del silencio que se despliega por todos lados salvo en los sueños. Se precipita la certeza de las terminales, se aleja la incertidumbre de los destinos. Hay una increíble fuga de preguntas y una ausencia permanente de respuestas. La frialdad me impide distinguir entre calles fosforescentes de ciudades fronterizas y estoas de neón. El siguiente tren llega en aproximadamente cinco minutos.

Primer minuto. Recuerdo un escenario en el número 51 de la calle París y la lectura de un poema que no empieza. Las letras del papel son las peonías de todo el año, mi voz el cempasúchil de noviembre. El pequeño no dice nada y el tambaleo de sus pies lo dice todo. Las intenciones son irrelevantes en la oratoria y tengo siete años otra vez.

Segundo minuto. Dos regalos: una pluma y un reloj, lo cual es como recibir una cámara desechable. Las fotografías empiezan a llenar el álbum de recuerdos de un viejo que paulatinamente pierde la memoria mientras canciones que suenan a domingo se pegan en las ventanas de una habitación con paredes amarillas. La luz que entra por las ventanas dibuja sombras chinas en las hojas de una carta en su escritorio, oscilando entre figuras abstractas que reconoce y olvida al instante.

Tercer minuto. Frambuesa (ella) y vainilla (yo). Primavera y otoño en un helado de verano. 

Cuarto minuto. Una mujer desnuda, una artista o una amazona recorre un desierto rojo en dirección hacia la puesta del sol, hacia unas montañas lejanas en las que se funde absolutamente la silueta gris de una ciudad irreconocible. En la otra punta del país ondea una bandera entre las ráfagas del tiempo y un largo sueño o una corta muerte.

Quinto minuto. Los anacronismos del destino empiezan con murmullos entre pestañas. Creo escuchar que los desvaríos del corazón son similares en sus primeros pasos por las llegadas y las ausencias. Creo que estoy donde debo estar. Ser sin ella me parece tan extraño.

El siguiente tren llega puntual a la estación.

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